Constructores de Catedrales
En una época de dominación y servilismo, los aparejadores y artesanos que trabajaban en las grandes construcciones eran uno de los escasos ejemplos de hombres libres e independientes. Por su oficio llevaban una vida itinerante, sin adscripción a ninguna diócesis ni señorío, trasladándose en grupos de familiares que eran a la vez parientes y compañeros de trabajo.
El perfeccionamiento y especialización de la mano de obra, que se desarrolló precisamente en la Baja Edad Media, llevó a que el conocimiento de las técnicas y procesos de cada profesión manual se guardara celosamente, para transmitirlo sólo de maestro a discípulo.
A su vez, la consolidación de la familia como base del ascenso de las capas medias, motivó que el maestro escogiera como aprendices a sus propios hijos, sobrinos, yernos u otros parientes más jóvenes que él. Esos equipos familiares comenzaron a asociarse entre ellos para establecer normas de trabajo, el reparto ecuánime de los encargos y la recepción de retribuciones justas, dando lugar a los primeros gremios organizados, que servían asimismo como autodefensa ante posibles abusos de los poderes dominantes.
Con el fin de impedir el intrusismo profesional por parte de los trabajadores espontáneos o forasteros, los gremios instituyeron un creciente secretismo y unos rígidos controles para el ingreso y formación de los nuevos miembros. Se transformaron así en verdaderas logias iniciáticas, que pronto fueron infiltradas y a veces absorbidas por las sociedades secretas y sectas ocultistas que proliferaban en esos tiempos. Pero esa es ya otra historia, que narraremos oportunamente en otro capítulo de este libro.
LOS ARQUITECTOS:
En las obras de construcción romanas, quien dirigía los trabajos era un pedrero más veterano o más experto, que organizaba las tareas de sus colegas y otros artesanos en forma más o menos empírica. Pero erigir una catedral gótica era una empresa compleja, que exigía un alto nivel de conocimientos técnicos, tanto en su concepción como en su realización práctica y concreta. El antiguo maître constructor se transformó entonces en un profesional polifacético, que era a la vez arquitecto, aparejador e ingeniero. A lo largo del siglo XII, la fiebre por construir catedrales creó una gran demanda de estos escasos profesionales, que llegaron a ser muy respetados y bien pagados.
El arquitecto gótico era no sólo un excelente técnico, sino también un auténtico artista creador, que traducía en formas, volúmenes y espacios la concepción teológica del obispo o del capítulo de canónigos que le encomendaba la catedral. Para ello debía diseñar con precisión los planos de la planta y los alzados, desde la visión general a los menores detalles, y presentarlos para su aprobación. Luego, en su faceta de ingeniero, evaluaba la resistencia de los materiales, la distribución de los pesos de carga, la interacción de fuerzas en la estructura del edificio y las líneas de presión que determinaban la disposición de los contrafuertes.
De acuerdo con esto, debía prever la clase de material y de maquinaria que utilizaría en cada etapa de la construcción, así como el tipo y cantidad de operarios que serían necesarios. Sólo entonces pasaba a trabajar a pie de obra, ocupándose también de informar a la fábrica de los aspectos económicos y organizativos de la construcción. Escogía los materiales y controlaba su entrega y utilización; dirigía los trabajos; coordinaba los diversos oficios que intervenían en cada fase constructiva; y se encargaba de contratar y pagar a los obreros y artesanos. Aparte de unos altos y variados conocimientos arquitectónicos, debía poseer una sólida formación teológica y filosófica, que le permitiera entender e interpretar el fundamento religioso del encargo y discutir con obispos y clérigos la forma de llevarlo a la realidad.
La posesión de tanta sapiencia motivó que los constructores de catedrales fueran considerados y tratados como hombres excepcionales. El epitafio de Pierre de Montreuil lo denomina «doctor en piedras», cuando el título de docteur, muy superior al de maître, sólo se otorgaba a los más eruditos profesores de universidad o, como es sabido, a los grandes teólogos de la Iglesia. En la tumba de Hugues de Libergier, uno de los constructores de la Catedral de Reims, se puede ver la imagen del difunto llevando las vestimentas que se reservaban a los hombres muy sabios, rodeado por los instrumentos simbólicos de su profesión: la escuadra, el compás y la regla.
Ese prestigio profesional y social llevó al selecto colectivo de arquitectos a una actitud elitista, que los distanció definitivamente de su origen artesanal. Dirigían sus trabajos a través de un maestro de obras y, según narra Nicolás de Viarda comienzos del siglo XIII, «daban órdenes sólo por la palabra y jamás metían las manos, aunque recibían salarios mucho más altos que los demás... Sosteniendo su vara y sus guantes, decían a los otros: “Esta piedra me la cortas por aquí y la pones allá...».
El arquitecto negociaba personalmente el monto de sus honorarios y las facilidades que recibiría en especie, dependiendo de su mayor o menor reputación. El trato solía incluir un vestuario acorde con su posición, una vivienda gratuita con alimento para la familia y sus servidores, y en algún caso también la exención de pagar impuestos. Estos privilegios les ganaron la envidia y las críticas de otros estamentos, y en el plano laboral, frecuentes tensiones con los maestros de obra, que debían soportar sus desplantes y capear sus ausencias.
Esos arquitectos pluriempleados debían repartir su tiempo entre cada una de sus obras, y su ausencia no sólo irritaba al maestro aparejador sino que provocaba perjuicios y retrasos a la propia construcción. Los contratantes, advertidos de estos riesgos, redactaron entonces normas contractuales más rigurosas que, por ejemplo, impedían al arquitecto dirigir otras obras antes de terminar su compromiso, salvo que fuera dentro de la propia diócesis, a pedido y con autorización del obispo o el capítulo.
LOS OFICIOS Y SUS TRABAJOS:
La construcción de una catedral gótica requería de la labor de diversos oficios, cuyos maestros, operarios y aprendices pasaban a vivir largas temporadas enlas proximidades del recinto de la obra. Los más destacados eran los que trabajaban los materiales básicos, que eran la piedra y la madera, pero todos tenían su función y eran tratados con respeto, tanto por los otros gremios como por los contratantes y la gente del pueblo. La figura más representada en los relieves y miniaturas no era el maestro de obra, sino el humilde peón que preparaba la mezcla de mortero. Su trabajo era tanto o más importante que los otros, porque de su buen hacer dependía que no se produjeran derrumbes y accidentes en la obra, y que la catedral se mantuviera incólume a lo largo de los siglos.
Los talladores de piedras y los escultores formaban un gremio unido, ya que no era fácil establecer la frontera entre una y otra especialidad. En las miniaturas y pinturas que describen las obras de construcción de una catedral, ambos oficios aparecen juntos en un solo equipo. Sin embargo, no siempre compartían el mismo espacio. Era frecuente que los talladores instalaran talleres junto a la cantera, para allí dar forma a las piedras de paramento, tambores de columna, molduras o dinteles, que luego llevaban a la obra evitando el traslado de la piedra en bruto y el esfuerzo de evacuar el material sobrante. Los escultores, en cambio, debían trabajar a pie de obra, para no arriesgarse a que sus imágenes y esculturas ornamentales se rompieran o deterioraran en el trayecto.
Al igual que los talladores, los carpinteros formaban una categoría de artesanos relativamente privilegiada. Considerados durante mucho tiempo los maestros absolutos de la construcción, su prestigio comenzó a decaer ya en el siglo XI con la generalización de las bóvedas de piedra, que ocultaban a la vista sus estructuras de madera. Desde entonces, ambos gremios se disputaron, a veces con violencia, la primacía en las obras de construcción. Pero debieron continuar estrechamente ligados porque, puestos a trabajar, no tenían más remedio que depender el uno del otro.
El maestro carpintero dirigía todos los trabajos en madera, que se desarrollaban desde el comienzo hasta el final de la obra. Era en verdad un técnico muy capacitado, que podía discutir con el arquitecto las estructuras de madera que debían levantarse, tanto permanentes como provisionales, y los aparejos, escaleras y andamios que utilizarían los albañiles, escultores y vidrieros para trabajar a distintas alturas, dentro y fuera del edificio. A veces construía también la maquinaria de apoyo para elevar las piedras y otros materiales, como las «ardillas» giratorias y las cabrias de tres montantes. Pese a la hegemonía ostentada por la piedra, la madera jugó un papel fundamental en la construcción de las estructuras básicas que sostenían las cúpulas y tejados. Se trataba de piezas que exigían una gran habilidad técnica, cuyos perfectos ensamblajes y combinaciones de fuerzas testimonian su relación con la carpintería naval. De hecho, en las regiones de fuerte tradición marítima, los maestros carpinteros compartían la construcción de catedrales con el trabajo en las atarazanas. Otra función importante de la madera era la de encofrar los muros y columnas mientras se estaban levantando, y sostener con cintras las formas curvas hasta que se secara bien la argamasa que unja sus piezas.
Quien levantara la vista al observar la obra de una catedral, podía ver en lo alto a los «cubridores», encargados de revestir la superficie de los tejados con tejas o pizarra y forrar con plomo las agujas que coronaban las torres o los pináculos que se elevaban sobre los arbotantes. Eran también los responsables de una tarea delicada: poner a punto la red de desagües y evacuación de las aguas pluviales, instalando canalones y bajantes en los aleros y repartiendo alrededor del tejado las famosas gárgolas de piedra real izadas por los escultores.
La batalla por la decoración de las catedrales fue ganada ampliamente por los vidrieros que, aunque recién llegados, pudieron plasmar dos conceptos fundamentales del ideario gótico: la luz y el colorido. Los ventanales de vidriera y los intersticios de los rosetones se cerraban con varios trozos de vidrio ensamblados entre sí, cuyas formas y colores componían escenas de temas diversos.
Contra lo que suele creerse, los vidrieros no fabricaban su material básico, que encargaban a vidrierías locales o de poblaciones próximas. Lo que sí hacían era cortar las piezas del vitral, a partir de un «cartón» o modelo a tamaño real, y colorearlas con polvos extra-idos del mundo vegetal y mineral. Estas tinturas eran el gran secreto del gremio de los vidrieros, y los componentes y su preparación se transmitían sólo en forma oral, al punto que aún hoy se desconocen las fórmulas de algunos colorantes empleados en los vitrales.
Fenómeno en la Catedral de Palma
El 11 de noviembre y el 02 de febrero hay un fenómeno natural-arquitectónico-artístico en la Catedral de Palma.
Sibila.
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